Si todo nace de la mente y la mente es la precursora de todos los estados, donde hay que apuntar es a la mente misma para cambiarla e ir consiguiendo liberarla de estados mentales nocivos y tratar de suscitar y desplegar estados mentales positivos. Cada vez que dos personas se relacionan, lo están haciendo a través de su mente. La relación será tanto más auténtica, tolerante, generosa, cooperante y constructiva cuanto más armónica esté la mente. Los oscurecimientos de la mente (avaricia, odio, celos, envidia y tantos otros) perturban gravemente la relación humana, porque al final se manifiestan y crean todo tipo de desavenencias, malentendidos, incomprensión y competencia de egos entre las personas.
Durante los primeros años de existencia de nuestro centro de yoga Shadak, nos visitaron personas muy relevantes en el ámbito del espíritu y nos impartieron enseñanzas. Una de ellas fue un inteligente monje hindú, de la Orden de Ramakrishna, llamado Swami Ritajananda, al que tuve ocasión de entrevistar numerosas veces para mi obra «Conversaciones con Yoguis». Nos habló a fondo de la mente y cuando alguno de los asistentes le preguntó cuáles eran las dos raíces insanas más difíciles de superar, aseveró que el miedo y la ira. Dijo:
«Están tan arraigadas en la mente humana que hay que hacer un gran trabajo sobre uno mismo para aflojar sus grilletes».
Sin duda otras tendencias latentes insanas de la mente son la avidez, la arrogancia, la soberbia y tantas otras, pero es cierto que no es nada fácil poder ir debilitando el miedo y la ira. Hay muchos artículos y libros sobre el miedo, pero casi nadie escribe sobre la ira, que sin embargo proyecta su alargada y nociva sombra sobre un número inmenso de personas.
Si no vamos cambiando las latencias perniciosas de la mente, los enfoques y puntos de vista, así como el proceder, podemos pasarnos la vida hablando del cambio interior, pero sin cambiar absolutamente nada de nada en lo profundo de nuestra mente de reacciones desorbitadas y no pocas veces neuróticas. Pero si somos capaces de ir «enfriando» cualquier emoción negativa e ir logrando concienciarla y evitar que nos identifique y atrape, el cambio interior comienza a estar garantizado.
La ira nace de la aversión, o sea de aquello que nos desagrada, contraría, nos obstaculiza o nos causa algún tipo de insatisfacción o frustración. Cuando una de nuestras expectativas no es atendida, sentimos aversión, que se traduce en ira. Cuando algo no es de acuerdo a nuestros patrones o modelos, nos despierta un tipo de aborrecimiento que, si nos envuelve, se convierte en irritabilidad, rabia o incluso odio. Es una emoción nociva que tiene mucha capacidad para identificarnos y arrebatarnos.
Si no estamos atentos y resolutivos para no dejarnos tomar por la arrolladora ola de la ira, nos tomará y nos volveremos una masa ciega de ira, lo que produce todo tipo de pensamientos insanos, expresiones verbales agresivas o incluso conductas crueles. La ira es muy visceral y ya el niño, cuando no es complacido como él desea, experimenta una ira incontrolada.
Pero el adulto, sobre todo si trabaja sobre sí mismo para madurar, debe aprender a dominar su ira y liberarla de reacciones anómalas. Uno puede aprender a cambiar sus enfoques y a no dejar que la ira le identifique, enceguezca y le induzca a comportamientos nada provechosos. Hay que tratar de esclarecer la mente, porque la ira muchas veces nace de la ofuscación, que le hace creer erróneamente a la persona que todo tiene que ser de acuerdo a su prisma, esquemas o deseos. Igual que el odio nunca puede ser vencido por el odio, la ira nunca puede ser superada dejándose una y otra vez arrastrar por ella, pues eso es como pretender que un fuego se puede extinguir arrojándole más leña. Y la ira es un fuego del que nada bello puede surgir.
He reunido casi medio centenar de historias espirituales anónimas a lo largo de muchos años, que he publicado en diferentes obras. Una de ellas es muy significativa en el tema que estamos abordando. Se trata de un hombre que padece accesos de ira. Decide ir a visitar a un sabio que mora en la cima de una montaña y pedirle consejo.
Con motivo del primer encuentro, el sabio le dice: «No veo tu ira. Así no puedo aconsejarte. Vuelve cuando tengas ira para ver cómo se apodera de ti». Unos días después el hombre tiene un acceso de ira y acude a visitar al sabio, pero cuando llega a la cima de la colina, la ira se le ha disipado. «Tienes que venir más rápido, pues para aconsejarte tengo que ver tu ira». El hombre es arrebatado por la ira dos días después y más veloz asiste a ver al sabio, pero cuando llega la ira se ha ido. «Ven mucho más rápido, tan rápido como puedas», le dice el sabio. Y cuando le toma al hombre irascible otro ataque de ira, saliendo corriendo tan rápido como puede y, jadeante y faltándole el resuello, logra por fin llegar hasta el sabio. «¿Y la ira?», pregunta el sabio. «Otra vez se ha ido», dice el hombre. Y el sabio concluye: «¿Te das cuenta? La ira no te pertenece. Viene y parte. Lo que tienes que hacer cuando venga es dejarla pasar y no permitir que te tome. Así terminará por no venir más».
Esta actitud de observación inafectada y ecuánime de cualquier emoción nociva, nos ayuda a liberarnos de las reacciones neuróticas de la mente y a profundizar de manera real en el cambio interior. Se requiere mucha atención y no poca voluntad. Pero es la manera de ir siendo más libres con respecto al lado oscuro de nosotros mismos.
La expresión incontrolada de emociones negativas hace daño a los demás y a nosotros mismos, perjudica gravemente las relaciones humanas y nos debilita en grado sumo. Lo que en principio parece aliviarnos (ese es el gran truco de las emociones perniciosas), no hace otra cosa que hacernos cada vez más inermes con respecto a nuestras reacciones y retrasar nuestro cambio interior. Hay que darle la batalla a la identificación ciega y mecánica con las emociones negativas. Nos envenenan y son el resultado de nuestras carencias internas y ausencia de madurez emocional.
Antídotos contra la ira son la tolerancia, el respecto, el entendimiento correcto, el conocimiento de sí y, por supuesto, la compasión. Si interiorizáramos la instrucción hindú de que «al herirte, me hiero», todos estaríamos mejor preparados para vencer la ira y no permitir alegremente que nuestras feas tendencias de irascibilidad se manifiesten.
Ramiro Calle
Director del Centro Sadhak